“Armillita” y “Nacarillo”
Por ADIEL ARMANDO BOLIO
Amigos de la Fiesta Brava mucho gusto en saludarlos, revisando algunos detalles de la historia del toreo nacional, caímos precisamente en la fecha del 15 de diciembre de 1946, hace exactamente 69 años, cuando en la Monumental Plaza México se dio una de las faenas más grandes de las que se tiene memoria, según reza el mismo devenir histórico, la de los famosos 21 naturales que le endilgó el célebre maestro saltillense Fermín Espinosa “Armillita Chico” al toro llamado “Nacarillo” de la afamada dehesa de Piedras Negras para cortarle finalmente el rabo, quinto apenas que se otorgaba entonces en el nuevo gran coso de la Ciudad de México.
Como se sabe, esa tarde “Armillita Chico” alternó con el cordobés Manuel Rodríguez “Manolete” y el aguascalentense Alfonso Ramírez “Calesero” en la lidia de un encierro de la dehesa tlaxcalteca debutante en la Monumental Plaza México, la de Piedras Negras.
Precisamente del libro “Piedras Negras: Sitio, Vida y Memoria”, obra del ganadero Carlos Castañeda, extrajimos estos segmentos sobre lo que rodeó a esta tan emblemática página que se escribió con letras doradas:
“La empresa había anunciado un lote de Zacatepec, pero dificultades de última hora obligaron a Toño Algara a marchar precipitadamente a las dehesas de Romárico González. Los de Piedras Negras pelearon con los de aúpa siendo un encierro disparejo en presentación, tamaño y bravura. Sobresalió el primero por su bravura y nobleza y el quinto también por su bravura, aunque desarrollo casta.
Es la tarde de ‘Nacarillo’ y Fermín. La faena con la cual le daría las gracias el maestro de Saltillo a la casa de los González. Con esta gran tarde cerraría una increíble cadena de triunfos de una sociedad que fue muy fructífera y que dejó en el recuerdo del público y las páginas de la historia memorias y letras inscritas para siempre en el muro de la bravura mexicana. No de la torería, ni de la fiesta. De la bravura que esta casa le entregó a Fermín y que él transformo en letra y ley. Forma y fondo. Sobre de ella cimentó el nacimiento del toreo mexicano como hoy lo conocemos. Forjador, base y columna del toreo, Fermín Espinosa ‘Armillita Chico’.
‘Nacarillo’, número 37, cárdeno oscuro, ligeramente bizco del pitón izquierdo. Fue un toro soso, tardo en la acometida, aplomado, que llegó al tercio final punteando y gazapeando; y que en el último tercio sufrió notable transformación, a grado tal que después embistió suave, noble y francamente”.
De tal faena, en su crónica para el diario El Universal el maestro Carlos Septién García “El Tío Carlos” apuntó: “Estamos ante la faena perfecta. Y no nos atrevemos a tocarla. Sería un desacato rozar siquiera el contorno venerable de sus mármoles. Sería una mancha el querer reducir a yerta medida la armonía de su arquitectura serena y triunfal. Y sería un atentado el querer desmontar el ensamble prodigioso de sus partes para someterlas a un estudio prosaico y vulgar. Mejor veámosla así, tal como la vimos desde el graderío sobrecogido de belleza, de clamor y de respeto. Mirémosla en toda su deslumbrante simetría; faena de arco y columna. Arco de pase natural, columna clásica. Arco que apenas muere, hace – de su misma muerte – brotar otro más gallardo y airoso, más limpio y audaz. Columna cubierta de oro, refulgente de espadas que lanza y soporta a la vez la gracia y el peso de su clásica arquería. Y mirémosla con toda la fuerza de su genuino valer. Veámosla hecha de los más puros y firmes elementos que la tauromaquia ha creado en siglos de lucha, de dolor y de triunfo contra los toros bravos; admirémosla como expresión sólida, cabal, perfecta, de la más rancia y la más limpia doctrina torera; esa que formaran y probaran en mil tardes de sol y de hachazos, los Romeros, los Paquiros y los Guerras; esa que sellaran con su sangre los Tatos y los Esparteros; esa que mantuvo en luchas de decenios a los Frascuelos y los Lagartijos. Esa que – en fin – hace hoy de Fermín Espinosa, como entonces de aquellos definidores de la tauromaquia, el torero en el que se depositan la mayor ciencia y la más ilustre escuela. Y gustémosla también, en su profunda y exquisita suavidad. Saboreémosla en esa delicadeza, en ese tacto, en esa gentileza con que arropó al endeble torillo de Piedras Negras que – nacido para seis naturales y una estocada – tomó dócilmente, transformando como una obra de cera calentada a fuego, el milagro eslabonado de esos 21 naturales inmortales. Gocemos de ese temple magistral y cuidadoso, exigente y esmerado con el que el torero fue ‘educando’ al toro, mostrándole el camino del pase natural, enseñándole a embestir y a tomar con afán encendido la roja muleta, a repetir sobre ella el empuje, a graduar su marcha y su arrojo. Saciémonos en el aroma y en el sabor de este negro racimo soleado que es el fruto de un mejor Fermín Espinosa en la cumbre de su madurez. Y no toquemos la faena perfecta. Dejémosla allí. Y rompamos el asombro enmudecido para gritar a su autor con toda la pasión de aficionados sacudidos hasta la médula: ‘Torero, Torero, Torero’. Torero sí. Torero inmortal este Fermín Espinosa de Saltillo, con el que México se incrusta triunfalmente en historia del toreo universal”. Sin duda, una faena que nos hace recordar que “cuando la inteligencia humana y la irracional belleza animal se conjugan en la arena ¡surge el toreo! Arte y bravura en escena.