Un secreto muy personal
Por Gustavo Mares
Después de varios meses de ausencia y gracias -de verdad- a las personas que a través de sus mensajes o de viva voz me instaron a retomar Alternativa… ¡Va por ustedes!
La mejor forma de retomar esta columna semanal es hacerlo con una confesión personal que había guardado celosamente: señores, yo era antitaurino.
Cuando me llegaban a preguntar sobre mi interés en la fiesta brava la respuesta habitual era que iba desde niño con mis padres, pero la realidad es otra.
Corría noviembre de 1992 y mi ahora compadre Horacio Sánchez-Hidalgo me invitó al futbol en el Estadio Azul, un partido entre México y Honduras. Y por la tarde, a la Plaza México. Recuerdo, palabras más, palabras menos, que le dije ‘eso es una barbarie’ pero me decidí a ir.
Yo había adoptado como propios los argumentos mentirosos que los antis repiten como ‘borregos’. Que era un ‘acto de salvajismo terrorífico’.
Pero cuando entré por aquella puerta de general de sol un primer impacto visual llamó mi atención, era el fervor con el que los aficionados se despedían del torero que diría adiós ese mismo día. ‘Maestro, que Dios lo bendiga’, algo así recuerdo, decía el arreglo floral.
Y tras el paseíllo, todo lo que sucedió fue mágico, difícil de comprender la primera vez, porque no he de negar que me dio pena ver la muerte del toro porque siempre he sido amante de los perros, entonces, en ese momento, yo veía una analogía entre mi ‘Kaiser’ y los toros.
Sin embargo, también me llamó la atención la verdad del espectáculo que estaba viendo, porque el animal que había saltado a la arena parecía un Volkswagen con cuernos dispuesto a matar al que se le pusiera enfrente. Un espectáculo intenso. En el cartel estaban tres maestros Curro Rivera, que se despedía, Miguel Espinosa ‘Armillita’ y José Ortega Cano.
Los mexicanos cortaron orejas y el español no, por lo que decidió regalar un toro. Algo que me impactó aún más ‘¿es decir que el torero, de su bolsa, va a pagar un toro que puede matarlo con tal de salir también triunfador?’ Mi fascinación no alcanzaba –lo sigue haciendo- a comprender qué le lleva al torero a jugarse la vida de esa forma. Porque a diferencia de un soldado o un policía en el que en su profesión se arriesga la vida, si no les pagan, no trabajan. Y he visto a toreros no ganar un solo peso una tarde y jugársela como si de ahí fueran a estar millonarios.
Salí de la plaza con un concepto completamente diferente con el que había entrado. El tema me interesó a tal grado que, aún estudiante en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, ‘devoré’ todos los libros y periódicos de toros.
Con el transcurso del tiempo, visitando las ganaderías, conociendo a los profesionales del medio taurino, me di cuenta que los antitaurinos se aprovechan de la ignorancia que muchos, como yo, teníamos en torno a lo que son las corridas de toros.
Pero además me llamó la atención que la fiesta brava va más allá de lo que sucede al interior del coso. Es un estilo de vida. Es al mismo tiempo un importante generador de empleos. Es también parte de nuestra cultura popular. Es como decía el maestro Jacobo Zabludovsky ‘un arte que nutre a otras artes’. Tiene muchas vertientes en las que se entremezclan todas las clases sociales y de pensamiento.
Hoy mis conceptos respecto a la fiesta brava son otros. Por eso me dan lástima esos políticos de cuarta que con un completo desconocimiento del toreo y una manifiesta necesidad de reflectores, lanzan ataques contra la fiesta brava que resultan mediáticos, pero a fuerza de ser sinceros, poco productivos para la sociedad en general, cuando a la flamante CDMX se la está cargando la delincuencia organizada, la inseguridad, la desigualdad social, las drogas y el abuso de menores en muchas de sus manifestaciones.
Para concluir, la pregunta de la semana: ¿El futuro de la Plaza México se irá con ‘melón o con sandía’?