«La Última Faena»
Por El Viejo Gruñón
En la oscuridad silenciosa de una plaza de toros olvidada por el tiempo, El Maestro, un torero retirado hace años, se prepara para una última faena. Las paredes decrépitas susurran historias de glorias pasadas y derrotas amargas, y las sombras se alargan como si quisieran atraparlo. Sus manos, temblorosas por la edad y el peso de los recuerdos, ajustan el traje de luces que ya no brilla como antes. Esa noche, una sensación ominosa se cierne sobre él, una presencia que no puede sacudirse: alguien, o algo, lo está observando.
Mientras ajusta el capote, destellos de antiguas corridas parpadean en su mente: el clamor del público, la adrenalina corriendo por sus venas, pero también los rostros de aquellos que no sobrevivieron. Compañeros cuyos nombres ha tratado de olvidar, cuyas muertes presenció sin poder evitarlas. El peso de la culpa se siente más pesado que nunca.
Al salir al callejón, nota que las gradas están casi vacías. Un puñado de figuras se sienta en silencio, sus rostros ocultos en la penumbra, sus ojos clavados en él. En el centro, destaca una mujer vestida completamente de negro. Su atuendo parece absorber la escasa luz, y un velo oscuro oculta sus facciones. Hay algo en ella que le resulta inquietantemente familiar. El corazón de El Maestro se acelera; una mezcla de temor y reconocimiento lo invade.
El clarín suena, pero su eco se pierde en el aire denso. El Maestro entra al ruedo, y el toro emerge de la puerta de toriles, pero sus pasos son lentos, casi como si estuviera siendo guiado. La Dama Negra se pone de pie y avanza hasta el borde de la barrera, sus ojos invisibles fijos en el torero. Una brisa fría recorre la plaza, y un escalofrío le recorre la espalda.
Comienza la faena. Los primeros pases son torpes; el toro no reacciona como debería. Sus embestidas son pausadas, y sus ojos oscuros parecen reflejar algo más que instinto animal. El Maestro escucha un murmullo, un susurro que no logra descifrar. Mira a su alrededor, pero la plaza está sumida en un silencio sepulcral. Solo la Dama Negra mueve ligeramente los labios, como si recitara una antigua oración.
Con cada pase, el toro se vuelve más agresivo, más impredecible. Los susurros se convierten en un coro de voces que resuenan en su cabeza, evocando rostros y momentos que creía enterrados en el olvido.
—Nos abandonaste —susurra una voz etérea.
—Olvidaste nuestras muertes —añade otra.
—Ahora es tu turno —sentencia una tercera.
El peso de la culpa cae sobre sus hombros como una losa. La Dama Negra avanza un paso con cada movimiento del toro, acercándose inexorablemente. El Maestro siente su mirada, una presencia opresiva que le roba el aliento. Intenta concentrarse, recuperar el control, pero sus manos sudorosas apenas pueden sostener la muleta. El toro lo mira fijamente, y en sus ojos ve un destello de comprensión, como si compartiera un secreto con la mujer de negro.
Desesperado, grita hacia ella:
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
Una voz fría y etérea responde, resonando en todo el ruedo:
—Soy la sombra de tus errores, la suma de tus deudas no pagadas.
El terror se apodera de él. Intenta escapar, pero sus pies parecen hundirse en la arena, pesada como plomo. Las figuras en las gradas se desvanecen como humo llevado por el viento. La plaza entera comienza a desdibujarse, las paredes se disuelven en la oscuridad. Solo quedan él, el toro y la Dama Negra.
Ella está ahora a pocos pasos, y alza una mano pálida que emerge de las sombras de su velo. En un movimiento lento y deliberado, retira el velo que cubre su rostro. Los ojos de El Maestro se ensanchan al ver que los de ella son de un profundo color púrpura, brillando con una intensidad sobrenatural. Esos ojos púrpuras lo miran fijamente, y en ellos ve reflejada toda su vida: sus triunfos, sus fracasos y las sombras de aquellos a quienes perdió.
Los ojos púrpuras de la Dama Negra parecen penetrar en su alma, revelando sus más profundos temores y arrepentimientos. El púrpura, color que combina la pasión del rojo y la frialdad del azul, simboliza la unión entre la vida y la muerte, una transición ineludible. Es el tono de lo místico, de lo desconocido, y ahora lo envuelve por completo.
—Perdóname —susurra él, con lágrimas llenando sus ojos.
Ella lo observa con una mezcla de tristeza y determinación.
—Es tarde para perdones —responde suavemente—. Es hora de que enfrentes tu destino.
El suelo bajo sus pies se siente inestable, como si la arena quisiera tragárselo. El toro avanza lentamente, sus pezuñas resonando como campanas fúnebres. Sus ojos brillan con una luz antinatural.
Reuniendo sus últimas fuerzas, El Maestro agarra la espada con firmeza y se lanza hacia el toro, emitiendo un grito que mezcla desafío y desesperación. Pero el toro se mueve con agilidad sobrenatural, esquivándolo sin esfuerzo. El torero cae al suelo, la espada se le escapa de las manos.
Incapaz de moverse, ve cómo la Dama Negra se inclina sobre él. Sus ojos púrpuras lo envuelven, llenándolo de una sensación de paz y resignación que contrasta con el terror inicial.
—Descansa en las sombras que tú mismo forjaste —susurra, mientras coloca un beso helado en su frente.
El toro baja la cabeza y, con una embestida final, la oscuridad lo consume. No hay dolor, solo un vacío profundo que lo envuelve.
La plaza se disuelve por completo en la nada. No hay rastro de la corrida, ni del torero, ni del toro. Solo queda un silencio abismal y un cielo sin estrellas. Al amanecer, los primeros rayos de sol iluminan las ruinas de la vieja plaza, ahora cubierta de maleza y olvidada por todos. Los habitantes pasan de largo sin detenerse; nadie recuerda a El Maestro ni su última faena. Su nombre se ha perdido en el olvido, arrastrado por las sombras que tanto temía.
Y en algún lugar, la Dama Negra camina entre las calles desiertas, esperando al próximo alma que deba rendir cuentas…