Olé a la Vida: Olé a la Muerte
Por El Viejo Gruñón
Ah, mis estimados lectores, aquí estamos de nuevo, en este 2 de noviembre, donde México entero se viste de luto y fiesta a la vez, en un acto de amor y respeto por aquellos que se han ido. El Día de Muertos, tan nuestro, tan lleno de color y misticismo, es un recordatorio de que la muerte no es más que la otra cara de la vida, y que, al final, nadie puede escapar de su embestida. Y aunque la tauromaquia y las ofrendas parecieran dos mundos distintos, hay algo que las hermana en el fondo: la convivencia constante con la muerte.
En el ruedo, el torero baila con la vida y se abraza a la muerte en cada pase. ¿No es eso, acaso, una versión muy nuestra de enfrentar la mortalidad? Los mexicanos no somos de correrle a la muerte, al contrario, le plantamos cara, como el torero que se juega el pellejo frente al toro. Porque en el ruedo, igual que en el altar, se ofrece algo: el torero rinde su vida en homenaje al arte, mientras el altar honra a aquellos que han partido con cada objeto cargado de amor y memoria.
La tauromaquia, como el Día de Muertos, es un ritual, un misterio que solo entiende aquel que se atreve a mirar más allá de la superficie. En cada muletazo, en cada verónica, hay un acto de entrega, un recordatorio de que, al final del día, el torero está a un error de convertirse en un alma más para el altar de la memoria. Pero no es la tragedia lo que buscamos en esta fiesta, sino la confirmación de que la vida y la muerte están entrelazadas, de que ambos, toro y hombre, son compañeros en una danza sagrada, como lo son vivos y muertos en este día.
Así como en el altar se coloca el pan de muerto, el mezcal y la sal, el torero viste su traje de luces con la misma solemnidad. Cada detalle tiene su simbolismo, cada color y cada hilo cuentan una historia. Y en el ruedo, esa misma indumentaria es el último tributo a aquellos que lo precedieron, a los que ya enfrentaron al toro y dejaron su vida en la arena, convirtiéndose en leyendas que viven en el corazón de la afición. En el Día de Muertos, estos toreros caídos, como Paco Camino y tantos otros valientes, vuelven a nosotros, sus almas son recibidas en el ruedo de nuestras memorias.
Algunos dirán que la tauromaquia es un acto de barbarie, otros verán en ella un arte milenario, un homenaje constante a la valentía y a la tradición. Pero hoy, 2 de noviembre, más allá de los debates y las polémicas, en el ruedo y en la ofrenda, el torero y el mexicano se encuentran frente a la misma figura: la muerte, no como final, sino como una presencia que da sentido a la vida misma. Nos recuerda que la bravura del toro y el valor del hombre no son actos vacíos, sino expresiones de una lucha eterna que todos enfrentamos.
El Día de Muertos y la fiesta brava comparten algo esencial: el respeto por el instante, la conciencia de que la vida es un suspiro que se escapa en un abrir y cerrar de ojos. Nos enseñan que no hay tragedia en la muerte si esta se vive con honor y entrega, que cada faena y cada altar son la oportunidad de honrar a quienes ya no están, y de recordarnos que, al final, todos acabaremos siendo recuerdos en la memoria de alguien.
Hoy, mis queridos lectores, les invito a que alisten sus altares, coloquen una vela en honor a aquellos seres queridos que nos dieron tanto y se fueron demasiado pronto. Que mientras el humo del copal se eleva al cielo, recordemos que, como el torero, enfrentamos la vida sin certezas, solo con la valentía de saber que, un día, seremos también parte de la ofrenda. Olé a la vida y olé a la muerte, que en México no nos dejamos doblegar por ninguno de los dos.