Columna Alternativa: De ‘El Ciego’ a la Nada

De ‘El Ciego’ a la Nada

Gustavo Mares

 

El toreo, danza de vida y muerte que alguna vez fue el latir del pueblo mexicano, se desangra lentamente, y no solo por las embestidas del populismo oportunista que amenaza con prohibirlo, sino por su propia transformación en un espectáculo de casta privilegiada.

La plaza, antaño un crisol en el que se mezclaban ricos y pobres, hogaño es un coto exclusivo para los que pueden pagar boletos que valen más que el susto de un toro. Y en esa metamorfosis, la fiesta brava ha perdido su alma. Lo que antes era un rito colectivo, un escenario en el que el pueblo se miraba en el espejo del valor y la tragedia, se ha reducido a un evento de élite, desconectado de las masas que le dieron vida.

Las políticas públicas, teñidas de oportunismo y alimentadas por un discurso que confunde tradición con barbarie, no son las únicas culpables; el toreo mismo se ha traicionado al alejarse de su esencia popular.

Hubo un tiempo en que el toreo era más que un evento; era una cita social en al que convergían personajes de leyenda, como el inolvidable Jesús Muñoz, ‘El Ciego’, hombre cuya vida rebosaba historias que hoy parecerían ficción de un novelista trasnochado. Hablamos de un ser de carne y hueso, padre de la periodista Bernarda Muñoz, que encarnaba la pasión y la grandeza de un arte que inspiraba a pintores, poetas y escritores.

Hasta Luis Spota, en ‘Más Cornada da el Hambre’, se rindió ante la sombra de ‘El Ciego’ para crear a ‘Pancho Camioneto’. Pero hoy, ¿quién recuerda a estos gigantes? Nadie. Las nuevas generaciones de aficionados, o mejor dicho, los que solo van a la plaza a emborracharse,  desconocen esa riqueza cultural, y los autoproclamados ‘periodistas’ taurinos, con su ignorancia crasa, son cómplices de este olvido.

La plaza ya no es el punto de encuentro de personajes entrañables, sino un escenario estéril en el que el dinero dicta quién puede entrar y quién se queda fuera.

Y no es solo una cuestión de nostalgia; es una afrenta a la historia misma del toreo. Ese arte que nutría a otras artes, que alimentaba la literatura, la pintura y el cine, se ha convertido en un lujo vacío, un espectáculo que se jacta de su exclusividad mientras se olvida de su raíz.

¿Dónde están los toreros que surgían del pueblo, los que aprendían a torear en las calles antes de pisar el ruedo? ¿Dónde, los aficionados que entendían el toreo como una filosofía, no como un pretexto para presumir en redes sociales?

La fiesta brava se ha encerrado en un gueto de privilegio, y los que dicen defenderla no hacen más que acelerar su agonía con su indiferencia ante la historia.

Mientras las nuevas generaciones de ‘periodistas’ ignoran a figuras como ‘El Ciego’, el toreo pierde su memoria, y con ella, su razón de ser.

Si no se actúa, si no recuperan la plaza como un espacio del pueblo, el toreo no necesitará que lo prohíban para desaparecer; se extinguirá solo, asfixiado por su propia arrogancia.

La solución no está en pelear contra las leyes populistas con discursos vacíos, sino en devolverle al toreo su carácter universal, su capacidad de reunir a todos, desde el humilde hasta el poderoso, bajo el mismo sol de la tarde.

Porque si algo enseñó ‘El Ciego’ era que el toreo no era solo un espectáculo, sino una forma de entender la vida, un arte que pertenecía a todos.

El toreo clama por ser rescatado. Si no lo hacemos, no habrá más cornadas que lamentar, porque no quedará nada que herir.