Paradoja de la compasión; salvar extinguiendo al toro bravo

En un mundo obsesionado con la protección animal, somos testigos de una ironía histórica que roza lo absurdo: bajo el manto de la compasión, se orquesta la desaparición de una especie única, el toro bravo.

Consignas como “corridas sin violencia” o la prohibición lisa y llana de la tauromaquia no salvan al animal; lo sentencian. Desconocen su esencia, su origen y el delicado ecosistema cultural que lo sostiene.

La lidia no es un capricho cruel, sino el motor genético que ha garantizado su supervivencia durante siglos. Eliminarla es desactivar el único mecanismo que lo mantiene vivo como raza.

El toro bravo no es un capricho de la naturaleza salvaje ni un bovino cualquiera. Es una obra maestra de ingeniería empírica, forjada por generaciones de ganaderos sin necesidad de laboratorios ni secuenciadores genéticos.

Su perfeccionamiento se basa en la observación milenaria, la experiencia y una selección funcional implacable.

El proceso es riguroso y meticuloso. Definir el prototipo ideal: bravura, trapío y nobleza como pilares.

Tentaderos de hembras para elegir a las futuras madres.

Selección de sementales mediante lidia o genealogía probada.

Cruzamientos dirigidos para potenciar o corregir rasgos.

Observación continua desde becerros hasta toros adultos.

Evaluación en la plaza, simulando desafíos naturales.

Indulto para los excepcionales, que regresan al campo como reproductores.

Este ciclo no es mero tecnicismo; es un ritual cultural, simbólico y ético en su coherencia interna. El toro bravo vive en libertad absoluta, con cuidados exquisitos que ningún otro bovino recibe. Muere —salvo indulto— en el único lugar donde despliega su naturaleza plena: la plaza.

Y recordemos: solo un puñado llega allí; la mayoría perece en el rastro, anónima.

LA LIDIA: SIMULACRO DE SELECCIÓN NATURAL

Lejos de ser violencia gratuita, la corrida es una recreación ritualizada de la supervivencia. La pica evoca el embate de un depredador; las banderillas, ataques en grupo; la muleta, una prueba de inteligencia, resistencia y casta.

Solo en ese escenario se revela la bravura genuina, un rasgo genético imposible de cuantificar en establos o laboratorios. Es la naturaleza destilada en arte.

CAMINO A LA DILUCIÓN GENÉTICA

La idea de espectáculos tauromáquicos descafeinados —sin pica, banderillas ni muerte— suena piadosa, pero es letal. Al suprimir la confrontación, se anula la prueba funcional.

El toro deja de ser evaluado; la selección se paraliza. En pocas generaciones, la bravura se evapora, la casta se disuelve y el toro bravo muta en un bovino común, indigno de su linaje.

FIRMAR LA SENTENCIA DE MUERTE

Sin lidia, el toro bravo pierde toda razón de ser económica y genética. No se domestica ni reconvierte en ganado vacuno. Su crianza es onerosa, su temperamento peligroso y su propósito, nulo.

Queda una especie huérfana de hábitat, utilidad y futuro. La prohibición no protege; extermina.

PROTEGER ES PRESERVAR, NO DESACTIVAR

El animalismo auténtico no arrasa especies; las comprende, respeta y conserva en su integridad. El toro bravo no pide piedad mal entendida, sino la pervivencia de su ecosistema: la dehesa, la ganadería, la lidia.

Solo así perdura como obra cumbre de la selección humana, emblema de bravura y patrimonio vivo. Compasión verdadera es continuidad, no eutanasia cultural.