El ocaso de la crónica taurina
Gustavo Mares
El periodismo taurino, tal y como lo conocimos, recibió hace tiempo otro estoque. Ya no quedan cronistas, quedan creadores de contenido. El problema no es que usen TikTok o Instagram; el problema es que desconocen lo que cuentan.
Hablan de “toros bravos” como quien habla de “perritos valientes”, confunden a un toro de Victorino con uno de Núñez del Cuvillo, llaman “suerte de varas” al tercio de banderillas porque “suena más épico” y reducen la lidia a si el torero está “good looking” o si la faena fue “vibes”.
El público joven, que debería ser el relevo, se alimenta de esta papilla estética y se aleja del toreo real, ese que duele, que huele a sangre y a verdad.
Los grandes periódicos han cerrado sus secciones taurinas o las han convertido en un cajón de sastre en elque cabe de todo menos conocimiento.
Los últimos especialistas vivos –esos que sabían de encastes, de ganaderías, de historia, de ética y de estética– están jubilados o escribiendo libros que nadie promociona. En su lugar, las ferias contratan influencers que, a cambio de entradas VIP y una foto con el torero de moda, llenan stories de “¡Qué emoción!” y “¡Viva España!” sin saber qué es un embroque ni por qué importa.
El resultado es devastador: la tauromaquia se vacía de contenido y se convierte en postureo folclórico. Se defiende mal porque ya nadie la entiende bien.
Los antitaurinos ganan terreno no porque tengan razón, sino porque enfrente ya no hay argumentos sólidos, solo likes.
Cuando la información profunda desaparece y solo queda la superficie brillante, cualquier causa que apele al sentimiento gana por goleada.
No es nostalgia de viejo. Es la constatación de que un género periodístico entero –la crónica taurina, esa mezcla única de literatura, análisis técnico y pasión– está muriendo de banalidad.
Mientras tanto, en las pocas redacciones que quedan, algún redactor jefe suspira: “Es que ya no hay público para esto”. No, amigo. Ya no hay quien lo cuente como merece la pena ser contado.



